El Dungeon de la Abuela
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Una Huída Precipitada

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01062010

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Una gran cantidad de piezas estaban expuestas, inalterables al tiempo, en las vitrinas que copaban las galerías a través de las cuales Spencer y Richardson transitaron siguiendo al Director del Museo Real de Estocolmo. Sus pasos resonaban en los altos techos cubiertos de madera de los cuales colgaban espectaculares lámparas de araña, que iluminaban allí donde los grandes ventanales, empañados por el calor del interior del antiguo edificio, no llegaban. Una puerta tras otra, las grandes salas cuadradas se sucedían, iguales pero diferentes, en una interminable procesión de piezas de incalculable valor, en ocasiones apiladas como si estuvieran en el destartalado puesto de un tendero de bazar.

- 1.38.98. Es aquí – dijo el Director sin demasiado entusiasmo, con las gafas echadas hacia delante, leyendo el diminuto papel donde había escrito el número de referencia del de la pieza que buscaban.

Spencer se inclinó para ver el interior del aparador. Richardson llegó algo después, ya que se había retrasado admirando alguno de los objetos de la muestra, e hizo lo propio.

- No está. El anillo debería estar aquí pero no está – dijo este, inocentemente y sin ningún tipo de sutileza.
- No, no está. A esto me refería antes… el anillo fue robado hace unos meses – dijo el Director, quitándose las gafas lentamente y guardándolas con sumo cuidado en el bolsillo delantero de su americana.

Spencer y Richardson se miraron: ¿por qué el Dr. Hildebrand tendría en su poder un anillo robado? Pero el Director interrumpió sus pensamientos:

- Esto me lleva a una interesante pregunta, señores, ¿cómo es posible que ustedes tengan un dibujo tan fidedigno de una pieza robada de este Museo? – dijo, esperando una respuesta convincente.

Spencer volvió a mirar a Richardson sin saber que responder. Al fin y al cabo, era él quien le había enseñado el dibujo al Director y quien había dibujado la pieza en Londres. Él ni siquiera había reparado en el anillo hasta que Richardson lo mencionó hace una semana.

- El dibujo lo hice a partir de varias explicaciones que leí en unos libros en Londres – mintió Richardson, tocándose detrás de la cabeza con la mano derecha. No se le daba bien mentir y lo peor es que lo sabía.
- ¿Dice entonces que no ha visto el anillo en persona? – preguntó inquisitivo el Director, continuando con el interrogatorio.
- Absolutamente no. Me he basado solamente en palabras escritas – contestó Richardson, que no soltaba prenda, tratando de autoconvencerse de que realmente era eso lo que había sucedido y que no lo había visto en las manos del Dr. Hildebrand.
- De acuerdo… espérenme aquí un momento, señores, debo hacer una llamada... – dijo el director bajando el mentón, pero sin desviar la mirada clavada en Richardson, que seguía rascándose, incómodo, su desaliñada cabellera negra.

Acto seguido, se dio media vuelta, dijo algo en sueco al guardia de sala que había sentado en una silla de madera junto a la puerta, y salió por ella.

- ¿Por que no le has dicho la verdad? – dijo Spencer nervioso – ¡Nos vas a meter en un lío!
- ¿Decir la verdad? ¿Estás loco? ¡No podemos decir que Hildebrand tiene un anillo robado! No nos creerían… – dijo Richardson, mientras estudiaba inquieto la situación. Y aunque nos creyeran, sería el final de la misión y no nos lo podemos permitir. Quedan cosas por saber y voy a averiguarlas, se dijo a si mismo.
- Pero no tenemos nada que ver con esto… si no decimos nada nos convertiremos en cómplices – dijo el ingeniero, tratando como siempre de racionalizar la situación – Tenemos que decir la verdad y no mezclarnos con todo esto.
- Ya estamos envueltos en todo esto; queramos o no… ¿crees en serio que nos creerán si le echamos la culpa a otro? – replicó Richardson mirando fijamente la puerta y encaminándose hacia ella – Por el Amor de Dios, apestamos a culpables. Nadie daría un penique por nosotros en la actual situación – sentenció. – Anthony, vamos, sígueme.

Richardson se puso en marcha.

- ¿Donde diablos vas? – preguntó Spencer siguiéndolo.
- El director ha ido a llamar a la policía, tenemos que largarnos de aquí cuanto antes… - contestó mientras aceleraba el paso.
- ¡Esto es ridículo! Les contaremos la verdad y no pasará nada, no tenemos nada que ver en absoluto con el robo del anillo, quienquiera que lo haya perpetrado – dijo Spencer sin dejar de seguir a Richardson, que ya corría dirección a la gran puerta de madera situada en el otro extremo de la habitación.
- No pienso quedarme para averiguarlo… ¡vamos! – dijo alejándose, mirando de reojo como Spencer se detenía y levantaba su mano derecha con la palma hacia delante, como rogándole que se detuviera. Pero no iba a hacerlo bajo ningún concepto.

Richardson cruzó la puerta y se encontró en una sala idéntica a la anterior, excepto por las piezas que en ella se exponían. No se detuvo y atravesó la gran habitación de un extremo a otro, abrió la puerta y salió a la estancia contigua. La habitación era igual a las demás: cuadrada y espaciosa, con estanterías en las paredes y vitrinas en el medio, creando dos columnas y dejando un pasillo ancho en medio que daba a una nueva puerta. Richardson la cruzó sin pensarlo y entró en la siguiente. Esta vez la puerta no estaba al final, sino en uno de los laterales. En su lugar, una enorme ventana iluminaba por completo la habitación. Richardson corrió hacia ella. Solamente estaba a un piso de altura, pensó, mientras intentaba abrirlo. Pero nada, estaba cerrado con llave. Maldijo su mala suerte. Giró sobre sus pasos y volvió a la gran puerta cerrada de madera. Richardson puso la oreja sobre la puerta, como buscando adivinar que habría al otro lado. Nada, solo silencio. Cogió el pesado pomo de bronce con su mano derecha, lo giro muy despacio y comenzó a abrir la puerta con cautela. Se detuvo con el primer chirrío de las bisagras. Continuó con el movimiento suavemente, con mucho sigilo, hasta crearse suficiente espacio como para salir al exterior.

La puerta daba a un enorme pasillo decorado con enormes oleos con las imágenes de los grandes reyes de la historia, que observaban impasibles la soledad del pasillo y los rayos del sol de diciembre cayendo suavemente sobre la alfombra roja. Oyó en ese momento una puerta abrirse, de la cual salió el Director, Spencer, Sir Masterson – que al parecer había aparecido por el Museo alarmado por la tardanza – Allenberg, otro individuo vestido con un anticuado traje color marrón canela y dos agentes uniformados de la policía sueca. Entornó la puerta sin dejar de seguirlos con la mirada. El grupo se encaminó hacia las escaleras y subió al piso de arriba. Ha ido por un pelo, pensó. Cuando el ruido de pasos se extinguió, Richardson abrió la puerta y recorrió el pasillo hasta la escalera, bajó los peldaños aliviado y llegó al gran hall de la entrada principal. Sus pasos repicaron solitarios en el mármol blanco y negro del suelo, bajo la mirada de la mujer de la garita de entrada.

Fuera, hacía un frío terrible pese a ser mediodía y su respiración provocaba nubes de vapor blanco. Richardson se subió el cuello de la chaqueta y se dirigió, preocupado por el desarrollo de los acontecimientos, a un coche de caballos para poner rumbo al hotel donde se hospedaba junto con el resto de la expedición. Sabía justo lo que necesitaba saber. Y su paciencia estaba comenzando a agotarse.
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