El Dungeon de la Abuela
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Asuntos Turbios

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01062010

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La casa del señor Flanelly estaba lejos de ser lujosa, pero estaba decorada con gusto y se veía cálida y acogedora. Las paredes, forradas de papel floreado de color pastel, estaban plagadas de cuadros de paisajes campestres y de antiguas fotografías familiares. La moqueta de color rojo, amortiguaba los pasos del grupo, que siguiendo al farmacéutico entró en el salón, justo cuando un enorme reloj tocaba las cinco y media de la tarde. “Siéntense, señores. ¿Desean tomar un té?” dijo cortés Flanelly. “Si, por favor, gracias. Con azúcar y una nube te leche, si es posible. Y traiga algunas de esas deliciosas galletitas de mantequilla, si no es inconveniente, por supuesto” dijo Smithy, acurrucándose en la mullida poltrona cerca de la estufa de carbón. Cuando el té fue servido, Nutty introdujo el tema que les había traído a su casa.

Como ustedes sabrán, caballeros, el vino tinto se utiliza en medicina para aliviar algunas dolencias concretas y estados de carencia y debilidad. Es por eso que suelo tenerlo en mi farmacia. Pues bien, ayer por la noche, después de una dura semana de trabajo, me receté una de esas botellas. La descorché para airearla y me dispuse a tomar un baño, cuando reparé en el contenido adicional de la misma. Fue realmente terrible, nunca había visto nada parecido”. Nutty y el resto escuchaban atentamente el relato de Flanelly mientras tomaban gustosamente el té que el farmacéutico les había ofrecido.

- ¿Probó usted el vino? – peguntó Nutty.
- No, por su puesto – dijo indignado Flanelly – que porquería. No suelo mezclar la comida con la bebida.
- ¿Donde compró la botella? – continuó indagando el ingeniero.
- Verá, señor Nutty, se trata de una compra privada. Trato directamente con el proveedor, no procede de ninguna tienda – contestó Flanelly, quien obviamente trataba de decir con sutileza que se trataba de una mercancía de contrabando.
- Entonces, ¿no tiene manera de dar con el proveedor? – dijo Collison, quien hasta ese momento se había limitado a escuchar atentamente la conversación entre Nutty y el farmacéutico.
- En realidad no. Es él quien viene a mi establecimiento una vez al mes. Es entonces cuando le hago el pedido – explicó éste.
- Deduzco entonces de su comentario, amigo Edward, que tiene más botellas en su poder. ¿Ha mirado a ver si todas ellas tienen el mismo asombroso contenido? – dijo Smithy, sacudiéndose delicadamente con su pañuelo blanco las migas de galleta que habían caído sobre su regazo.
- Cierto, las tengo en mi establecimiento. Una caja entera, para ser exactos, todas ellas con ese asqueroso bicho dentro. Podemos ir ahora mismo si lo desean – contestó Flanelly.
- Sería fantástico si pudiéramos hacerlo. Estamos interesados en adquirir toda la remesa, si a usted le parece bien, por supuesto – dijo Nutty, echándose mano al interior de su americana.
- No tengo inconveniente al respecto en absoluto – dijo el farmacéutico, quien había pensado inicialmente en devolver la partida y al que se le presentaba la interesante posibilidad de obtener un beneficio por ella – Cuestan 10 libras cada botella – dijo – Tengan en cuenta que se trata de una edición de coleccionista – puntualizó al ver la expresión en las caras de sus interlocutores, especialmente de un Collison que prácticamente se atragantó con el té al oír el precio – 50 libras en total, la primera botella se la regalo.

A regañadientes, pero consciente de que debía hacerse con todas las botellas, Nutty sacó su billetero y le pagó a Flanelly el precio establecido. En el fondo, el dinero no era importante para el adinerado ingeniero londinense. “Les ruego, caballeros, acompáñenme a por el resto de sus botellas”.

Acompañados esta vez del viejo farmacéutico, Nutty, Smithy y Collison salieron al portal y bajaron los cinco peldaños que les llevaron hasta la calle, dispuestos a deshacer el camino de vuelta a la farmacia. Era noche cerrada en la ciudad – la discusión con Flanelly les había entretenido más de lo que en un principio hubieran deseado, especialmente porqué tuvieron que esperar a que éste se vistiera adecuadamente – y las farolas de gas iluminaban las aceras. Hacía frío y comenzaba a llover, una lluvia fina que aparentemente no calaba pero que amenazaba con empapar al grupo si el paseo se alargaba más de lo necesario. Todo lo ágilmente que le permitía su ligera cojera, Flanelly puso rumbo a su farmacia, seguido del resto de la comitiva.

No tardaron en llegar. Una vez en la puerta, el anciano sacó del bolsillo de su chaqueta un enorme manojo de llaves y comenzó a buscar torpe y ruidosamente, debido a la falta de luz, la que abría la puerta principal. Finalmente, tras algún intento fallido que provocó el soplido impaciente de Collison, el farmacéutico dio con la llave de la entrada principal. Tan pronto la puerta se abrió, los cuatro entraron en la botica para resguardarse del chaparrón, cerrando tras de si. “Voy a encender las luces, señores” dijo Flanelly adelantándose al resto.

Tanteando la pared, el farmacéutico se adentró en la rebotica. La oscuridad no era total, pues algo de luz procedente de la calle entraba por la ventana situada al lado de la puerta de entrada, si bien esta no era suficiente más que para adivinar una serie de sombras informes creadas por los contornos de los muebles y los frascos. Pero algo interrumpió su camino, haciendo emanar de su boca un grito de pavor. Casi al mismo tiempo, sin posibilidad de reaccionar, Nutty sintió un dolor intenso en la base del cuello, fruto de un golpe seco con algún objeto contundente. Fruto de ello, el ingeniero hincó la rodilla en el suelo, lo que aprovechó su agresor para golpearle de nuevo con una patada en las costillas.

Collison, más versado en peleas de taberna que el resto de sus acompañantes, tuvo algo más de suerte y supo reaccionar a tiempo al ataque del segundo de los bribones. Éste, tras tirar al suelo al viejo Flanelly y sacarse de encima a Smithy con un empujón, se abalanzó sobre el fotógrafo, quien ágilmente detuvo en primera instancia el golpe con un rápido movimiento con su brazo izquierdo y luego replicó con un cabezazo que impactó de lleno en su cara, dejándole momentáneamente aturdido.

Por su parte, Smithy trató de socorrer a Flanelly, que había caído al suelo. Gateando, el viejo profesor se interpuso entre el farmacéutico, que sollozaba echo un ovillo en el suelo de madera de la rebotica, y la pelea. “¡La luz, encienda la luz, por lo que más quiera!” le gritaba el arqueólogo escandalizado, zarandeándolo de los brazos para hacerle reaccionar. Pero los nervios atenazaban a Flanelly de tal manera que era incapaz de hacer nada más que no fuera lloriquear asustado, sentado, con las piernas recogidas por sobre el pecho, abrazándose las rodillas y apretando la cabeza sobre ellas.

En el suelo y aturdido, incapaz de defenderse, Kevin Nutty estaba a merced del desconocido, que le pateaba una y otra vez sin clemencia, castigándole el costado. Collison, por su parte, contraatacó con un buen gancho al rostro de su agresor, que hizo que este retrocediera hasta alcanzar el mostrador, tirando al suelo una gran vasija de cerámica. El de Whitechapel se abalanzó sobre el desconocido y, con un buen par de puñetazos, logró derribar al asaltante, que dio con sus huesos sobre una vidriera, creando un gran estruendo.

Probablemente fuera el ruido de los cristales rotos lo que alertó a la policía, pues pocos instantes después, se pudo oír un silbato procedente del exterior. Alertados por este echo, el desconocido que estaba golpeando a Nutty dejó de hacerlo: “¡Vámonos, corre!” le dijo a su compañero corriendo hacia la trastienda. El otro, se puso de pie y, no sin dificultades, siguió a su compinche en dirección a la calle. Tras eso, solo los estridentes pitidos emitidos por el policía rompieron el silencio en la farmacia de Flanelly.

Ayudado por Smithy, el viejo farmacéutico logró por fin encender la luz. Estaba todo hecho un desastre, tanto la trastienda como la zona delantera de la farmacia. “¡Que desastre! ¡Es inconcebible!” decía Flanelly con las manos en la cabeza, incapaz de asimilar lo que había vivido en los últimos minutos. Nutty, renqueante por la severa paliza recibida, se puso de pie y se echó mano a las costillas. “¿Se encuentra bien, señor Nutty?”, preguntó el fotógrafo. “Si, estoy bien muchas gracias, Collison, solamente un poco dolorido”, contestó el ingeniero, recuperando el aliento. Éste le echó un vistazo a su cámara, que todavía estaba colgada de su hombro. Afortunadamente para el joven fotógrafo, esta no había sufrido ningún daño en el transcurso de la pelea. Una vez recuperado de la confusión, Nutty miró su alrededor. “Señor Flanelly, ¿echa de menos alguna cosa? El vino. ¿Dónde están las botellas?” preguntó. El farmacéutico volvió a la rebotica y tras unos segundos revolviendo el desorden – o al menos eso pensaron todos a juzgar por el ruido – volvió con las manos vacías. “¡No está, ha desaparecido! ¡No puedo creerlo!”.

El farmacéutico acompañó a los tres dentro, donde había guardado al mediodía antes de cerrar, las botellas de vino con los pulpos en su interior. Señalando con la mano el lugar en el cual deberían estar las botellas, ahora tan solo había una caja de madera vacía con un papel amarillento en su interior. Collison se agachó para cogerlo. “Es el albarán: 6 botellas de vino tinto de Dover, comarca de Kent” leyó, y se lo enseñó al resto. El fotógrafo cogió la tapa y le dio la vuelta. En ella, había un papel del mismo tipo que el anterior aunque bastante más pequeño, medio suelto, pegado de tan mala manera a la superficie rugosa y poco lijada que se desprendió de la tapa nada más girarla. En ese momento la puerta de la entrada se abrió y la policía hizo su aparición en escena. “¿Que diablos ha sucedido aquí?” preguntó uno de los agentes. En ese preciso momento, Collison cogió los dos trozos de papel y, casi instintivamente, se los metió en el bolsillo de su pantalón.
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