El Dungeon de la Abuela
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El Campo de Sellos

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27072010

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¡Tres!” Las palabras brotaban rabiosas de la boca de Hida Hirozuma. El no-dachi del bushi oscilaba de aquí para allá, dejando a su paso riachuelos de un líquido fétido y viscoso, una aberración parecida a la sangre que se mezclaba con el barro marrón y las blanquecinas telarañas que rodeaban a los dos Cangrejos. “¡Cuatro!” Una más había caído, pero no era la última ni mucho menos. Al contrario. Su número crecía por momentos y las arañas gigantes se multiplicaban, saliendo o bien de negros agujeros en el suelo o bien de entre los lanudos y pegajosos ovillos de tela de araña. Dondequiera que mirara el Cangrejo, aparecía un nuevo enemigo al que derrotar. Mientras Hirozuma mantenía a raya a los infernales insectos, Ramen trataba por todos los medios de defenderse de los ataques de las artrópodos gigantes y de liberarse de la trampa que lo inmovilizaba. Pero ese no era el día del Cangrejo, y los arácnidos diabólicos parecían saberlo: la sangre del bushi manaba abundantemente de sus heridas y el veneno le hacía sentirse cada vez más débil y actuar de modo más torpe. “¡Cinco!

Alejada unos metros, lo suficiente como para quedar al margen de la escena, Doji Hinata contemplaba como los dos Cangrejos se habían metido de lleno en la boca del lobo. Inconscientes. Confundís el valor con la temeridad y la inteligencia con la cobardía. La shugenja, que había discutido con el líder de los Cangrejo, había abandonado el grupo y ahora, desde su mirador, veía como en el centro exacto del campo de sellos Ramen mordía el polvo y como Hirozuma trataba de contener a las arañas. Oculta tras unos matorrales marchitos por el azufre, pero que le permitían pasar inadvertida, echó una ojeada a las piedras. Todas estaban perfectamente dispuestas de mayor a menor, como si de las ondulaciones de una gota de agua al caer en un estanque se tratara. Bueno, todas no. Una parecía menor que el resto. Se fijó y vio que no es que fuera menos, sino que estaba rota. Ahi está, ese tiene que ser el sello roto de Matsuboi, pensó, y los ojos se le iluminaron. No le sería fácil llegar hasta allí, pero era consciente de sus capacidades. Tenía alguna posibilidad. Los artrópodos, pese a que rodeaban el monolito, centraban su atención en los dos Cangrejos, que luchaban por su vida en dirección opuesta a la piedra quebrada. Algunas incluso, siguiendo las órdenes de la que según la Grulla debía ser la jefa de la manada, se dirigían en dirección a Hirozuma y Ramen, abandonando el cuidado del sello roto. Hinata cerró los ojos y murmuró algo. El aire se revolvió a su alrededor. Su piel se volvió oscura y sus ropas grises, confundiéndose con las sombras que planeaban sobre el campo de sellos. El cabello que le colgaba por los lados de la cabeza, sobre las orejas, dejó de moverse con el viento. Desapareció su olor y el barro dejó de hundirse por su peso al caminar. Contuvo la respiración. Acto seguido, se dirigió tan rápido como le fue posible, a por el sello, tratando de pasar desapercibida entre las arañas gigantes que custodiaban el sello de piedra. Y por un momento fue así. Las gráciles manos de la shugenja tocaron el frío y áspero granito, rozando la emarañada trampa de los arácnidos. Pero cuando Hinata cogió el sello y se lo puso debajo del brazo sintió una punzada a la altura de la cadera. Un escalofrío le recorrió el espinazo, hincó la rodilla en el suelo y se le escapó un leve quejido, casi imperceptible. De un salto se alejó del artrópodo que la había atacado, cayendo de lleno entre las telarañas que la rodeaban. Sintió una y otra vez como las zarpas del insecto infernal se hundían en su blanca piel, mientras trataba desesperadamente de huir del campo de sellos esquivando los ataques que por todos lados le llovian. Con suerte la araña no le seguiría fuera.

¡Seis!” continuaba Hirozuma, rodeado de cadáveres, mientras de reojo miraba a Ramen, que bastante hacía con desenredarse de la trampa de los arácnidos. No tenía buena pinta. Su compañero estaba herido y no sabía nada de la shugenja. Tampoco le importaba. Se bastaba y se sobraba. “¡Sello!” oyó a lo lejos. “¡Sello!” Era la quebradiza voz de Hinata. “¡Levantaos, Ramen San! ¡La Grulla tiene el sello, tenemos que salir de aquí!” dijo. Ramen le miró y sacó su cuchillo, mientras que Hirozuma trataba de ganar tiempo para que éste se liberara de sus ataduras. El descendiente de Hida echó una mirada buscando una ruta de escape, pero lo que hace unos minutos era el sendero por el que habían accedido al campo de sellos, ahora era un denso entramado de telarañas. ¡Atrapados!, pensó, maldiciendo su suerte y lamentándo no tener a su disposición algo de fuego. El gigante Cangrejo logró ponerse en pie, pero estaba muy débil. “¡Siete!” Hirozuma seguía blandiendo su no-dachi, pero las fuerzas también comenzaban a faltarle. Se interpuso a modo de escudo entre él y Ramen y poco a poco fueron acercándose al lindar del campo de sellos. Hirozuma resistía, pero le faltaba el aliento. Las heridas le sangraban abundantemente y solo la adrenalina le mantenía en combate. Finalmente, los dos bushis lograron alcanzar el claro y huyeron del campo de sellos, hasta llegar donde estaba Hinata. La Grulla estaba débil, herida y a demás cargaba entre sus brazos con el pesado trozo de piedra. Apenas podía caminar, y mucho menos correr, pero estaba anocheciendo y era necesario llegar al templo antes de que el sol se ocultara. Hirozuma cogió en brazos a la shugenja y se la cargó a la espalda, mientras que Ramen portaría el sello hasta un lugar seguro. Hinata cerró los ojos. Los dos Cangrejos aceleraron el paso. Estaban ansiosos por llegar al templo y salir del territorio del Oni Matsuboi.
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